Al oeste del Danubio

11.07.2022

El tiempo, a veces mal llamado horas, días o años, es relativo. El tiempo son minutos que se sienten como horas, días como semanas y semanas como años. Incluso a veces al revés. No podemos controlar el tiempo, pero si medirlo en función de lo que sentimos.

Edifcio en Vukovar camino hacia Borovo

Hacía algo más de un año que no pisaba Croacia, y volví a Zagreb por unos días antes de reencontrarme con Sarajevo. Parecía que la ciudad hubiera hecho un paréntesis durante todo este tiempo, como si me hubiera esperado sin moverse para retomarla donde la dejé, en el mismo andén de la estación de autobuses.

La diferencia en esta ocasión fue que Josipa me esperaba en la estación a mi llegada. En realidad, la esperé yo durante unos minutos, y deambulé emocionado ya con la mascarilla en el bolsillo alejándome de los taxistas que me preguntaban repetidamente si quería subir a uno. Finalmente apareció y nos abrazamos. No teníamos mucho tiempo, pero el suficiente para tomar el tranvía, ir a casa, descargar el equipaje y trasladar algo de ropa a una mochila. Era por la tarde, y nos fuimos a la estación de tren con destino Vukovar, donde nació.

Por el contrario, en el tren sí que tuvimos tiempo. Teníamos varias horas hasta llegar allí. Nos hacía falta hablar mirándonos a los ojos después de un año. Fue como una de esas charlas que tendrías contigo mismo, pero en voz alta. El tren era viejo y no tenía los asientos dispuestos en largas filas en los vagones, sino que estaba dividido en camarotes. Dentro del nuestro, uno de los pocos con espacio libre que quedaban, un hombre y una mujer que no se conocían entablaron conversación delante de nosotros durante una buena parte del trayecto. Sonreía a Josipa y la miraba haciendo señas cuando era capaz de entender algo. Siempre me las devolvía y hacíamos un inciso para explicar el resto. 

El sol caía con Slavonija en el horizonte, la ventana revelaba colores verdes y amoratados combinados con los campos pajizos. Sus ojos azules miraban mis marrones, mientras que la noche fue cerrándose poco a poco hasta fundirse por completo a negro, pues apenas había luz atravesando el paisaje hasta que llegamos a Vinkovci. No recuerdo si el tren continuaba a Osijek o si era la última parada, pero debíamos bajar para ir a Vukovar. En cambio, recuerdo que ya hacía cerca de una hora que íbamos solos en el compartimento, y que el tren se detuvo casi sin que nos diéramos cuenta, por lo que bajamos apresurados del vagón desocupado, con nuestras mochilas a medio recoger y las chaquetas en el brazo, riendo por si se ponía de nuevo en marcha con nosotros dentro.

Allí nos esperaba su padre, al que ya conocí en Zagreb el año anterior. Era un hombre grande, muy resuelto y que constantemente tenía una expresión alegre mientras estaba con su hija, a la que tampoco veía mucho. Como nació en Bosnia, y al igual que la anterior ocasión, se alegraba de escuchar cómo me esforzaba por hablarle en su lengua ─ya que no entendía inglés ─ y bromeábamos con palabras y expresiones más propias de allí que de Croacia. Durante este trayecto, me dediqué más a escuchar que a hablar, a pesar de que Josipa me decía «pričaj!» mientras reía.

Llegamos a Vukovar, y pronto estuvimos en Borovo. Nos quedamos en casa de su padre, y nos dejó solos. Pero no se marchó hasta enseñarle todas las verduras, frutas y resto de comida que había comprado, e insistir con que había comprado slanina y que no se le olvidara ofrecérmela más tarde. Llevaba viajando desde las seis de la mañana sin parar, y estaba agotado. Sin embargo, tras enseñarme brevemente la casa y antes de subir las mochilas a la habitación de arriba, nos sentamos en la cocina a comer algo, con ajvar en el pan, porque a lo único que le temen más que al promaja es a que una comida esté seca, pero saben prevenirlo. Aun así, antes de comer, nos bebimos un par de chupitos de rakija mientras lo acompañaba con tabaco de liar.

Hospital de Vukovar

Por la mañana, su padre nos acercó en coche al centro de Vukovar. La primera parada era un hospital, que hacía a su vez de improvisado museo, donde reflejaba cómo había sido la guerra allí. En esas habitaciones con techo bajo, en los sótanos del hospital, todavía repicaba el ruido de la metralla de las bombas, las grandes muescas en las paredes y en el techo mostraban todavía algunas partes de la estructura del edificio, que parecía que se fuera a caer sobre nosotros. Estas desvencijadas salas estaban habitadas por maniquís completamente blancos con el rostro desdibujado. Actuaban como médicos y pacientes, y estaban unidas por un pasillo todavía en uso por el hospital que ─ como a través de todos los Balcanes ─, recordaba los nombres de los fallecidos en ese lugar, además de explicar a través de un texto sobre las baldosas lo que había ocurrido.

Nos sacudimos la nostalgia y el lamento dando un paseo por el centro de la ciudad, junto al Danubio. Allí estaba vallado, a trozos, el hotel Dunav, que tomaba el nombre del río. Era increíble comprobar cómo todo podía echarse a perder tan rápido. Y si lo hacían las cosas grandes, cómo no iban a hacerlo las pequeñas. No había mucha gente por la calle y todo estaba muy tranquilo. Hacía sol y brisa fresca, tuvimos suerte. Más tarde, tomamos una pausa para comer en un restaurante en el que de nuevo me esforcé por hacerme entender en croata.

El sol de la tarde estaba alto, y nosotros más alto todavía en la torre del agua. El río estaba muy cerca, y se veía prácticamente toda la población sin demasiado esfuerzo. Las casas, bajitas, se alternaban con pequeños intervalos verdes compuestos de vegetación. Es sin duda el símbolo de la ciudad, de la resistencia y hasta un emblema patriótico. Sin ser un hombre de patria, había que reconocer la presencia de aquella torre, que resistió las embestidas de la guerra. Ahora estaba reparada en parte, y la otra parte se dejaba en su estado actual para el contraste y el escalofrío de quienes la miraban. De cualquier forma, olvidar era difícil y hay cosas que nunca se lleva el tiempo.

Vodotoranj, hotel Dunav y centro de Vukovar

La última parada fue dura. En el Memorijalni centar Domovinskog rata ─ Centro Memorial de la guerra de la patria ─, se exhibían tanques, acorazados, aviones y demás vehículos blindados. Bunkers idénticos pero a la vez distintos a todos los que ya había visto, fotografías y objetos manchados de sangre, atestados de tristeza y de mantas polvorientas en el suelo que hacían de cama. Nos detuvimos delante de un avión, y al poco tiempo un militar se nos acercó. Tras hablar con él unos minutos, nos abrió la puerta del avión. El calor dentro era sofocante y no había ventilación más que cuando se abría la puerta. En la cabina olía a una mezcla de desgaste y ambiente cerrado, cargado.

El avión estaba preparado con una actividad inmersiva de VR. El militar, tras apurar su segundo cigarrillo seguido, nos dió a cada uno unas aparatosas gafas de realidad virtual. Nos sentamos en fila, uno delante de otro, y el avión comenzó a moverse y a hacer ruido. Al poco estábamos volando, y la hora del día que arrojaban las ventanas que teníamos al lado prácticamente coincidía con la real. El sol comenzaba a caer. Nos íbamos acercando desde el oeste a Vukovar, y se veía fuego en los edificios, bombas en las calles y columnas de humo. Otros aviones sobrevolaban más alto y dejaban caer morteros abriendo la escotilla del suelo.

En un momento dado, me asusté cuando curioso y mirando a todas partes, de repente habían aparecido a mi izquierda dos hombres que, sin apenas hacer ruido, manipulaban unas cajas preparando algo. Estiré el brazo hacia delante y cogí a Josipa por el suyo para avisarle de que no estábamos solos. Abrieron la escotilla del avión y comenzaron a lanzar cajas ─ más tarde descubriría que contenían víveres y productos de primeros auxilios para el frente, lidocaína, plasma, catéteres, vendas... ─ , mientras el avión sobrevolaba algunas de las peores partes de la ciudad, el humo limitaba la visibilidad intercalándose con el fuego y el ruido de todo tipo de explosiones. Conforme más volábamos, más se cerraba la noche, más se encogía mi pecho y menos dudas tenía de lo que estaba viendo. La proyección de imágenes terminó bruscamente una vez ya estábamos sobre el Danubio, pero el calor, el ruido del avión y las imágenes seguían retumbando en mi cabeza. No pude tomar ninguna foto de lo que vi, pero al menos hasta el momento no me ha hecho falta para recordarlo.

Orilla del Danubio con la torre del agua al fondo

Continuamos paseando y jugamos con un gato anaranjado que ronroneaba a las afueras de otro sótano lleno de armas, enseres militares y minas desactivadas. Tras un rato, nos recogieron en coche fuera del complejo militar, y tras empaquetar nuestras cosas, nos subimos a otro coche cuando estaba a punto de cerrarse la noche, del que no bajamos hasta que llegamos de nuevo a Zagreb. Sólo fue un día y una noche, pero todas esas horas me parecieron extraordinariamente relativas. 

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