Carretera: de Palestina a Jordania
El espíritu del paisaje se mostraba rocoso y desértico, respiraba una sensación de dureza e infertilidad de todo, un humo de ausencia de prosperidad rodeado por vallas. La vida se presupone bajo plásticos como techo en improvisados y fijos campamentos junto a escasos animales y bidones. Los pasos se suceden sobre una especie de arcén de tierra que parece no tener fin. Tras el terreno abrupto, surge una planicie desértica y sucia. Decenas de neumáticos roídos. Largas mangueras de agua de apenas más grosor que un puño cerrado como abastecimiento. A ratos hay palmeras. Y burros solos cerca de la carretera. Un somier oxidado hace de mesa en una terraza y los niños me despiden con la mano al verme pasar cuando regresan de la escuela.
¿De qué se supone que está compuesta la vida? Una charla, un paseo, un beso. De tiempo, de tiempo bien invertido y de tiempo perdido.

Ramallah
La fina y modesta lluvia parecía caer con gesto sarcástico cuando llegamos a Ramalha. Era una ciudad desordenada que había crecido mucho en la última década. Un bastión palestino a escasos kilómetros de Jerusalén.
Sin embargo, se había levantado como principal centro de negocios y comercial. Se podía ver fácilmente subiendo por la calle Yafa y cercanas. Mis pasos titubeantes delataban esta vez que nunca antes había estado allí, y arrastraron algunas miradas desconcertantes. La ciudad, mojada, estaba mucho más bañada por los cánticos que el Imam de la mezquita Abdel Nasser vociferaba a través de la megafonía para los oídos adeptos, cada vez más atronadores conforme mis pies se acercaban a ella. Aunque ininteligibles para mí, el entusiasmo con el que oraba era increíble, mucho más intenso que los rezos que escuché en Jerusalén. Su voz, tenía un matiz rabioso, de indignación.
«Traigo en una mano la rama de olivo y en la otra el arma de los que luchan por la libertad, no permitan que deje caer el olivo».
Yasser Arafat. Fuente: Intervención en la Asamblea General de la ONU en 1974.
La rápida parada en Ramallah finalizó con la visita al mausoleo de Yasser Arafat. De lejos, el edificio mejor conservado de la ciudad. Fui levantándome lentamente la capucha para leer a la entrada con curiosidad que las visitas durante todo el año sólo eran posibles durante las horas de luz del día. Tras un pequeño paseo entre árboles, césped y un estanque, se llegaba a la sala principal donde descansa el líder palestino.
Dos hombres jóvenes con puñales en la mano, fuera de sus fundas, aguardan firmes todo el día tras una pieza de mármol con mensajes de esperanza y recuerdo en árabe. Las fotografías están permitidas, así que parecían estar acostumbrados a desviar ligeramente la mirada cuando alguien les apuntaba con la cámara.
Estaban orgullosos de él y de su lucha, de sus esfuerzos, de su grito palestino al mundo. Voz que fue acallada desde que 2001 vivió bajo arresto domiciliario en la ciudad a manos de autoridades de Israel, violando de esta manera flagrante los acuerdos de paz firmados en Oslo en el año 1993.

La lluvia empezó a remitir conforme me alejaba de Ramalha, bordeando hacia el norte, casi hasta Siria, el río Jordán. Se podía entrar a Israel desde Jordania por un cruce fronterizo cercano a Jericho, pero no al revés. Ahora tocaba sacar el pasaporte, el registro de la mochila, responder preguntas y, cómo no, pagar unos cuantos dinares.