La isla tranquila

Estambul desde el Bósforo en dirección a Büyükada
Era el tercer sábado de un caluroso julio en Estambul. Iba a
pasar el día fuera de la ciudad. La noche anterior fue el cumpleaños de Azra,
amiga de Banou, que conocí un par de días atrás y me invitó a unirme. Fue un
tanto improvisado. Bebimos cerveza hasta relativamente tarde. Regresé caminando
de noche a Sultanahmet desde Beşiktaş, a pesar de que en cierto modo me
divertía viajar en taxi porque siempre me ocurría algo anecdótico. Pero la
noche se prestaba a ello, no me importó ni la distancia ni el tiempo de
caminata que, de hecho, prolongué hasta algo más de dos horas. Desde el puerto
de Beşiktaş, bullicioso incluso bajo la luna, anduve con el mar a mi izquierda
hasta llegar al puente de Gálata y cruzarlo, no sin antes escuchar cantar a
varios pescadores mientras esperaban que los peces picasen con la luz de la
ciudad y la de los incontables minaretes que me esperaban al otro lado del
puente. Así dejé atrás la torre de Gálata, el puente, y casi sin reparar en
ello llegué a Ayasofia y las plazas de Sultanahmet.
Me costó un poco levantarme porque no dormí mucho. Desayuné rápido y en el comedor, tras comprobar que un grupo de uruguayos viajando por el mundo no tenía ninguna intención de conversar conmigo, me marché al puerto de Eminönü, esta vez sí, en taxi. El conductor se rió cuando le dije que ese trayecto no valía lo que me pidió, y yo lo hice después de él. Aún así le pagué cinco liras más de lo convenido por la charla y sus explicaciones sobre Büyükada. Tras necesitar ayuda en la máquina de billetes, una cola infernal enlatados como sardinas en una caseta de acceso al barco pequeña, muchos empujones y un idioma ininteligible para mis oídos, subimos al barco.
Continuábamos bastante apretados los unos con los otros, a pesar de que algunos buscaron su suerte corriendo hasta las butacas del interior del barco. Pero yo quise estar fuera, y me apoyé en la barra de la cubierta trasera. El barco hizo una parada más antes de partir, en la parte asiática de la ciudad. Tras ese momento, observaba la manera en la que dejábamos atrás Estambul, con un séquito de inquietas gaviotas revoloteando alrededor de la embarcación y de la marejada de un agua azulada mezclada con una espuma mecida por los motores. Arriba, unas cuantas nubes con aspecto mullido adornaban el cielo. Fueron unas dos horas de trayecto. Durante ese tiempo no pasó gran cosa, lo mejor fue perder en el horizonte la ciudad y la torre de Gálata a lo lejos. Se me posó una mariposa oscura en el brazo, de la cual tengo una foto algo borrosa, me ofrecieron un vaso de zumo de naranja que no acepté porque sabía que tendría que pagar quince liras por él más tarde y me confundían constantemente con ciudadano turco. A esto último me «acostumbré» porque ya en mi primera noche en la ciudad, un hombre armenio me vio paseando junto a la Mezquita Azul y me confundió con un local. Charlamos unos minutos y nos reímos.
Dicen que a la tercera va la vencida, pero Büyükada es la cuarta ─ por orden de llegada, puesto que hay nueve islas en total ─, la cuarta y la más grande de todas las islas. Desde el barco ya se veían casas peculiares en tierra. Bajamos lentamente a pesar de las ganas que teníamos todos por salir de allí. Estaba bastante orientado al turismo, como casi todo en Estambul, pero lo único que se sentía un poco masificado y comercializado era el puerto de Adalar ─ ciudad y capital de la isla─ y sus alrededores. Tras una pequeña vuelta y un par de fotografías esperando que se disipara la muchedumbre, me dispuse a recorrer la isla. Ya había advertido previamente que no se podía transitar de cualquier forma: el tráfico motorizado se limitaba a vehículos de emergencia como policía y ambulancias. El resto, a pie, en carros con caballos, en burro o en bicicleta. Esta última fue mi opción. La última vez que monté en bicicleta fue tres meses antes con Hannah y Lena en Viena por la larga pendiente de Mariahilfer Straße y el bonito y divertido canal del Danubio.
Calles y casas de Adalar
Hubiera sido increíble estar allí de noche para escuchar el silencio una vez dejado atrás Adalar. Es una isla parcialmente virgen, poco contaminada y que quiere seguir siéndolo. Aún así es el plan de fin de semana de mucha gente de Estambul, dada su sorprendente proximidad, puesto que desde las colinas de la isla se ve la Estambul asiática entre una leve bruma. Tiene aspecto de no haber vivido nunca en el siglo XXI. Numerosas casas y calles de estilo colonial todavía resisten el paso del tiempo entre algunas paredes de maderas desgastadas y otras como recién pintadas, de colores llamativos y vivos o de blanco sereno. Si no hubieran tantos restaurantes cerca del puerto y oficinas de cambio de moneda, sería casi como regresar al pasado.
Me dispuse a alquilar mi bicicleta. Ofertaban precio tanto
por varias horas, las necesarias para recorrer la isla, o de día entero. Escogí
esta última para disfrutar del día con toda la tranquilidad del mundo. Lo que
me costó más fue elegir dónde alquilarla, porque cada tres pasos había un
negocio de alquiler. Finalmente, en uno cualquiera y por unas quince liras me
dieron mi bicicleta, la 1426, como indicaba su matrícula. Era roja y tenía
marchas, necesarias para los desniveles. No había apenas señalizaciones, y me
basté de un mapa que guardé en el teléfono móvil y que utilizaba sin conexión,
pero la ruta resultaba más o menos circular y no era difícil. Conforme me alejaba
de Adalar, iba silenciándose el murmullo de la gente y crecía el de las
cigarras. Hacía mucho calor e hice bien en llevar agua. El paisaje se
disfrutaba más cuando bajaba colinas por la estrecha carretera sin pedalear,
dejándome llevar y dejando que la brisa fuera secando el sudor. En parte me
recordó a las Islas Baleares. Tienen muchas diferencias pero al fin y al cabo
son islas mediterráneas con vegetación y fauna similar, aunque en extremos
opuestos del mar. Aquí algo más aislados en el mar de Mármara. Afortunadamente,
ese sol que castigaba, además pedaleando en horas centrales del día, en verano,
lo conocía de casa.
La bicicleta 1426 que me ayudó a recorrer la isla y parte de las vistas
Durante la ruta se puede visitar un antiguo orfanato, construido en madera y abandonado que perteneció a los griegos cuando la isla estaba bajo sus dominios. Era realmente escalofriante, destartalado y desamparado. El lugar perfecto para filmar una película de terror. También hay una iglesia ortodoxa. Más o menos en mitad de la isla, hay una especie de plaza que actúa como centro, donde es curioso ver que se pueden tomar caminos hacia todas las direcciones. Yo bajé cerca del mar para continuar rodeando la isla. Tras detenerme en una pequeña tienda para comprar más agua, pedaleé un poco más hasta que encontré un remanso en la calzada que me llamó la atención. Apoyé la bicicleta en un árbol y me senté apoyando la espalda en la otra parte del tronco, descansando y observando el sosiego del mar bajo la sombra. Delante de mí otra pequeña isla del archipiélago, un velero flotando y Asia continental. Este era, sin duda, el momento del día.
De vuelta y cerca de la ciudad, el olor a abono y a animales se intensificaba. Esto era así porque habían un par de granjas que servían para guardar y guarecer a los animales. En lugar de una estación de trenes o autobuses aquí hay establos. El olor podía llegar a ser un poco hediento en algún tramo, pero la verdad es que no me importaba, y era parte de todo lo que conformaba la isla.
Vistas desde Büyükada, con Asia continental al fondo
Al llegar a Adalar devolví la bicicleta confundido por sus idénticas y desconocidas calles para mí hasta que me orienté. Terminé de masticar la experiencia y fui a comer. Compre una especie de bocadillo del que lamentablemente no puedo recordar el nombre, con tacos de carne, patatas y algunas verduras. También se podían pedir pimientos picantes. De nuevo, en la plaza frente al puerto, me senté bajo la escasa sombra de un árbol desvencijado sobre una tierra sucia para comer. Había más gente esperando al barco y era el único lugar cerca que encontré para comer a la sombra. Sería cerca de las cinco, y todavía hacía calor. Me había quemado un poco, y se me quedó la marca de la camiseta en la piel. La semana siguiente llegaría a Bulgaria, y arrastraría conmigo un tono muy moreno de piel. Tuvimos que esperar en una especie de fila bajo el sol para entrar al barco. Encontré sitio en un lateral de cubierta donde golpeaba el sol, pero ya estaba cayendo y no molestaba más que sensiblemente a la vista. El calor se mezclaba con la humedad del mar, pero resultaba bonito observar como la luz reflejaba en el Mármara. Chapurreé en serbocroata unos minutos con una familia serbia que tenía cerca. Reconozco que me sorprendió que visitaran Estambul.
Dejamos de navegar por el Bósforo y volví al bullicio de una ciudad inmensa. Llegué agotado, pensando en ducharme, pero sabedor de la fugacidad de esos momentos en Estambul, volví a la habitación caminando, esta vez, por una de las mil caras de la ciudad sin descubrir. No hice mucho más. Saludé a la gente de la recepción al llegar y me preguntaron por mi día. Me invitaron a pubs esa noche. Iban a volver al Ritim Bar en Galatasaray. Estuve con ellos allí tres noches atrás y no sabía aún que volvería dos noches después. Pero por la mañana había quedado con Zlem en Taksim. Llegó tarde por el metro, pero a mí me vino bien. No nos veíamos desde que nos conocimos en Sarajevo meses atrás. Dimos una vuelta y fuimos a comer, y tal como me cautivó allí el ćevapi, aquí lo hizo el iskender.